Cuento venezolano actual 01: Carlos Ávila

Carlos ÁvilaIniciamos, gracias a los buenos oficios del narrador Gabriel Payares, un acercamiento al cuento venezolano actual, a los nuevos narradores de un país tan entrañable como Venezuela. En seguida, cuentos de Carlos Ávila (Caracas, 1980) que ha publicado  Desde el caleidoscopio de Dios (Equinoccio, 2007) y Mujeres recién bañadas (Mondadori, 2009).

 

 

Una de vaqueros

 

Los amigos son lo mejor de la poesía.

Francisco Urondo

 

1.- Desperté y estaba llorando. Soñé que iba a visitar a Juan Vaquero y a Leonor muchos años después. Vivían en una casita de madera, en la montaña; una casita hecha por ellos mismos. Quise acercarme a darles una sorpresa. Me detuve enfrente de la puerta de la casa, del lado de afuera, pero podía ver lo que sucedía dentro. Así son los sueños. Escuchaba a Leonor cantando Nowhere Man sentada en un tronco y la veía dándole golpecitos a una mesa. Apenas sintió pasos afuera y vio una sombra debajo de la puerta, cogió un cuchillo y siguió con la canción y los golpecitos, como para que me confiara y creyera que dentro nadie había notado mi presencia. Me moví hacia una de las ventanas y metí la cabeza. Leonor gritó como un mono y, al ver que era yo, suspiró y dijo maldito. Lo dijo con ganas. Lo dijo como queriendo decir me llevé un susto del carajo, pensé que venían por mí. Luego abrió la puerta y, como si no nos quedara otra cosa que hacer, nos abrazamos. Estaba más vieja, vestía una bata sucia y no llevaba zapatos. Olía a incienso. Deshicimos el abrazo y debajo del marco de la puerta había aparecido, cual fantasma, Juan Vaquero. Venía del pueblo donde estaba su casa, un pueblo que podía ser Apartaderos. Vestía jeans y una camisa roja arremangada. Llevaba unas botas de montaña, marrones y desgastadas. Soñé que sentí que hacía frío. Juan también estaba más viejo, pero extrañamente tenía más cabello y parecía sacado de las fotos de jovencito que me mostró alguna vez. Sueño al fin. Tampoco con él pude huir del abrazo. De un segundo a otro, entre la risa y supongo que toda la agitación que siente cualquiera al ver a un par de amigos tantos años después, nos pusimos a llorar. Yo pensaba, o soñaba que pensaba, que termina resultándonos una contrariedad conocer personas en los viajes y después intentar olvidarlas; que lo que nos queda es aguantar una presencia en la memoria. O que son tan recurrentes los repasos que en la mente le damos a los tiempos buenos, que el recuerdo toma forma, se instala, y ya ahí no se desgasta. Se trata de un lugar en la memoria. Un sitio en la cabeza, encima de la nuca, debe ser, en el que habita lo perdurable, lo que no se desvanece. El sitio donde se amontona lo que provoca melancolía. En el peor de los casos, donde se recoge el dolor. En el mejor, donde mora una alegría que nos hace llorar. En una palabra, soñaba que pensaba que conocer gente era una mierda porque siempre había que separarse de ellas y no nos quedaba sino una voz y un rostro y una risa: resonancias que uno como un pendejo anda escuchando en todos lados siempre. Y por mucho que se diga que nos salva (y esto sé que lo digo porque soy un llorón), la memoria nos condena. Soy débil. Soy de los que viven rememorando. Ustedes no se dan cuenta, pero hay un punto en el que todo esto empieza a ser molesto, dijo Leonor. Y no se estaba burlando, ni estaba incómoda, ni su comentario era un reclamo porque yo estuviese ahí abrazando a su esposo con aquel entusiasmo. Todo lo contrario. Se refería a la poca atención que le prestábamos, y a lo poco que nos importaba demostrarnos lo que en ese sueño sentíamos Vaquero y yo, o Vaquero, Leonor y yo; que es exactamente lo poco que nos importa cuando no estamos soñando. Entonces me desperté y, como ya dije, estaba llorando.

 

2.- No pudo haber sido sino Mérida la ciudad en la que nos conocimos. Él, su esposa Leo y su gata Xiomara vivían como inquilinos en la casa donde yo aterricé. Y digo «aterricé» porque no fue sino el azar, o una eventualidad del diablo, lo que me llevó hasta esa casa. Fíjense: es de noche y estoy sentado en uno de los banquitos de la plaza Las Heroínas. Llega un gordo descomunal con dos piercings debajo de los labios que simulan los dientes de un mamut y me pregunta si yo soy de allí. Digo que no con la cabeza. El gordo dice que juega rugby y que la música que suena por los parlantes de la plaza la pone él. Digo sí con la cabeza. El gordo pregunta si no quiero escuchar algo en especial. Digo no con la cabeza. El gordo dice que si tengo dónde dormir. Le señalo con los labios la posada donde me quedo. El gordo dice que me puedo quedar en su casa, que hay dos habitaciones: una donde duerme él y otra donde vive una pareja. Hago un gesto con los hombros y con la boca que significa cualquier cosa. El gordo dice algo que no escucho y asume que yo me quiero mudar a su casa. Dos horas después me descubro desempacando mis maletas en una habitación que desconozco. Estoy instalado. Eso es todo.

            Leo es una ex punk –por así decirlo– que se largó temprano de casa. Su gata, una gata gris con manchitas negras. Y Juan, un ex Krishna que ahora se gana la vida leyendo la mano y el tarot. Ella está bien dotada: tiene unas muy buenas tetas y un culo bestial. Su cabello es negro pero lo tiene pintado de morado y de rojo. Tiene dos piercings: uno en la nariz y otro en el clítoris. El segundo se lo hizo ella misma y me lo mostró un día en la cocina. Él usa lentes redondos, como los de Lennon. Es un flaco alto y calvo, y con eso creo que lo digo todo. Él es lo más parecido a un lápiz. En cuanto a la casa donde vivíamos, que queda en el barrio Santa Anita Norte, puedo decir que tiene una cocina como todas las casas (aunque sin nevera), un baño que cagaba la gata siempre, y dos cuartos: el mío, que no era tan mío y que me tocaba compartir con el mamut cuando se acercaba por ahí, y el de al lado que era el cuarto de Juan y Leo y la gata. De mi habitación tendría que remarcar que era un auténtico desastre. De la de ellos, en cambio, podría decir que tenía, aparte de cuatro paredes amarillas, una ventana cubierta con una cobija de cuadros, un colchón, un escaparate con un espejo en el medio que estaba forrado con fotografías, un radio muy pequeño que sólo sintonizaba una emisora, libros y cuadernos regados, una lata de leche Canprolac donde se acumulaban monedas, una silla y, colgando, un bombillo que se apagaba si, por mala suerte, le daba uno con la cabeza. En pocas palabras: lo estrictamente necesario; o la miseria, según como se mire.

            Yo no tenía mucha idea de lo que estaba haciendo en Mérida. Caminaba siempre. Me despertaba en aquella casa, bajaba a la ciudad, desayunaba, y acababa conversando con la chica de la librería de los libros usados que era una dulzura. No recuerdo su nombre. Recuerdo que era una dulzura y que me regaló un libro de Irvine Welsh. Luego, al mediodía, ya no tenía nada que hacer. A veces me daba por buscar El Aleph que Vila-Matas ubica en la avenida 3 con calle 16; pero generalmente me devolvía a la casa a almorzar. El problema, como siempre, es que yo no sé cocinar. Así que compraba la comida y regresaba a la casa y me encontraba a Juan Vaquero y a su esposa recién levantándose y conversando en la cocina, y les decía que cocinaran lo que yo había comprado, que así comíamos todos. El trato se convirtió en costumbre y así fue que terminamos armando lo que me gustaría llamar nuestra muy-enternecedora-familia. Comí tortas varias, comí carnes varias, comí pastas varias.

            Leo trabajaba en la barra de un local desde las seis de la tarde hasta que cerrara. Los lunes y los martes llegaba como a las once de la noche y nos encontraba a Vaquero y a mí esperándola leyendo poemas de los libros que Juan tenía. Los miércoles y los jueves llegaba como a la una de la madrugada y nos encontraba cocinando. Lo encontraba a él cocinando. Los viernes y los sábados llegaba a las cuatro de la mañana, o a las cinco, esos eran los días en los que Leonor nos encontraba tristes. La madrugada nos daba para hablar del futuro, y yo decía dónde lo veía a él y él decía dónde me veía a mí. Casi siempre, por joder, decíamos que íbamos a terminar en la habitación más oscura de la casa de nuestras abuelas. Y que llegaban las tías y los primos y, después de saludar, preguntaban ¿y el loco? Entonces la abuela respondía con descuido: Por ahí anda… igualito.

            Juan y yo nos reíamos, pero en un segundo, como un reflejo ante la risa, nos poníamos tristes. Él jodía también, como para disimular; decía que teníamos cosas a nuestro favor y pasaba a enumerarlas, pero de eso ya no recuerdo nada. Yo no sé lo que él pensaba, pero yo pensaba que nuestras miradas hacia el futuro se convertían en realidad. Y era ahí cuando llegaba Leo. Y los tres nos poníamos a decir tonterías: él hablaba de una armonía espiritual, yo intentaba hablar de la escritura, él también lo intentaba, y nombraba a su familia y a Dios, y yo decía el título de un libro y él me decía que ya se lo había dicho. Entonces Leo lo abrazaba y lo besaba a él y veía cómo a mí me daba cierta pena y se acercaba y se me lanzaba encima y me abrazaba y me besaba a mí también; después se ponía a recoger la cocina. Los domingos no trabajaba.

            A veces, cuando Leo no estaba, Vaquero sacaba sus cuadernos y se ponía a leerme sus cuentos y sus poemas. Un día, seguramente un viernes o un sábado, Juan sacó un cuaderno que yo nunca había visto y me dijo que estaba escribiendo una novela, que era yo la primera persona que iba a leer algo de ella, que la había escrito solamente entre las diez y las dos de cada noche. Pero antes de empezar a leer le pregunté cómo se llamaba y él dijo que se llamaba Esperando a Leonor.

 

3.- Nos gustaba mucho acordarnos de los cuentos que a uno le dan risa o decir versos de memoria y adivinar el autor, pero lo que más disfrutábamos era escuchar El berretín de Olaieta.

            Emilio Lenski fue un actor rosarino que estaba enfermo de tango y que pasó los últimos cuatro años de su vida dirigiendo y conduciendo uno de los mejores programas que se han hecho dedicados a este género. Vivió en Venezuela, y su programa, que hacía desde una radio comunitaria en Argentina, llegaba a todas las radios comunitarias de Latinoamérica. El programa se llamaba El berretín de Olaieta. Lo que escuchábamos era una grabación; Lenski había muerto ya. Lo interesante era que en el radio minúsculo que Juan Vaquero tenía en su cuarto, la única emisora que se escuchaba pasaba el programa los lunes, miércoles y viernes.

            Era como un rito que a las doce en punto estuviésemos escuchando a don Emilio. Hablando de los viejos referentes para formar a los nuevos referentes, le escuchábamos decir al viejo todas las noches. Y lo oíamos hablar de Rodolfo Lemos y de los rituales judíos. Una vez, incluso, lo escuchamos hablar de Roberto Arlt. Esta es Melenita de Oro, decía con esa manera de llorar con la que hablan los del sur.

            Quien ha escuchado el programa sabe de lo que estoy hablando; quien no, que salga a buscar una grabación.

              Fin de la publicidad.

 

4.- Luis Enrique Cerrada Molina, o Machera, como se le conoce notoriamente, es uno de esos personajes que despierta el interés de todo el que va por primera vez a los Andes. Se trata de un joven de poco más de 25 años que robaba a los ricos para darle a los pobres. Así de simple. Supe de él por una amiga que, un año antes de conocer a Vaquero, me llevó al cementerio a visitar el templo de un tal Machera. Templo que, por cierto, no pude ver durante esa visita porque llegamos justo cuando ya cerraban. Sólo me enteré que era una especie de santo al que en aquellas montañas se le tenía mucha fe; sobre todo entre los jóvenes, en su mayoría estudiantes, que se acercan a diario al nicho a dejar alguna ofrenda por los favores concedidos. Se cuenta, sólo por relatar una de las tantas anécdotas, que una mañana de protestas estudiantiles en Mérida, Machera secuestró un camión cargado de pollos y se fue al barrio donde vivía a repartirlos todos. Los que estuvieron ahí dicen que en todas las casas del barrio se almorzó pollo aquel mediodía, que Machera los tiraba congelados en cada una de las puertas de cada una de las casas de la zona, incluyendo las casas de la gente que él no conocía ni trataba. Era como un bueno pero malo, nos dijo, cuando le preguntamos por la tumba de Machera, una señora que estaba cerrando el cementerio el día que no pudimos entrar.

            Una noche, conversando con Juan Vaquero en su cuarto, él tirado en el colchón y yo sentado frente al escaparate, nos pusimos a jugar a decir los nombres de todos los personajes que aparecían en cada una de las fotos que tenía pegadas en el espejo del mueble.

            —Ése es Hemingway con Fidel –decía yo.

            —El de arriba es Rilke –decía él.

             —El de la esquinita es Bob Dylan cuando estaba carajito –decía yo.

             —Este de aquí es Lupillo Rivera –decía él.

             —La de al lado es Sue Lyon en Lolita –decía yo.

             —Y la otra Odetta –decía él.

             —La foto más grande es la de Marx –decía yo.

            —El de la pequeña es John Coltrane –decía él.

            —¿Y quién es el otro negro? –preguntaba yo.

            —Fela Anikulapo Kuti –respondía Juan Vaquero.

            Y agregaba después de suspirar:

            —El de al lado de ése es Hanuta Marajá.

             Entonces, como tratando de aclarar la expresión de desconocimiento que yo tenía en la cara, decía:

            —Algún día te cuento su historia.

            —¿Y ese que está fotocopiado quién es? –preguntaba yo.

            Entonces Juan Vaquero sonreía y cruzaba las piernas y enlazaba los brazos por detrás de la cabeza, como si estuviera tomando sol al borde de una piscina, y decía:

            —Ése es Machera.

            Y yo veía la copia: la reproducción de un archivo policial que mostraba el rostro de un jovencito moreno de nariz chata, ojos chinos, una pollina peinada hacia un lado y, cargando con sus propias manos a la altura del pecho, el número de identificación que sostienen todos los detenidos en la foto de frente. Era, como dijo la viejita, la cara de un hombre bueno, pero malo.

            Esa noche Juan hizo que me asomara a la ventana del cuarto y viera a una señora de pelo blanco y ojos achinados que estaba sentada justo enfrente. Cuando le dije que ya la había visto me respondió que esa era la madre de Machera, que estábamos en Santa Anita Norte, el barrio donde vivió y murió el santo, y que esa casa, la de enfrente, era la casa donde Machera había pasado toda su vida. Esa noche también me detalló otras anécdotas y terminó contándome cómo fue que lo mataron.

            Cuando acabó su relato salimos de la casa, con Xiomara, y, tras dar un par de vueltas entre los callejones del barrio, paramos en uno medianamente alumbrado donde estaba construida, o medio construida, una casita en honor, supongo, al lugar exacto donde cayó el cuerpo sin vida de Machera. Ahí nos quedamos unos minutos y terminamos dejándole un regalo al santo. En el camino de vuelta yo sentí un escalofrío y le dije a Juan que yo no creía en esas cosas pero que Machera me caía bien. Creo que también le dije que era una buena persona y creo que él se empezó a burlar de mí, pero de eso no estoy seguro porque no me acuerdo mucho.

            Esa misma noche, Leo hizo unas galletas de café. Comimos y mientras fregaba dijo que para quitarse de las manos el olor de la cebolla había que lavárselas sin frotárselas, poniendo la planta de la mano en posición vertical bajo el chorro del agua y con los dedos hacia la parte inferior del fregadero. Así fluye el tufo, dijo. Luego, en el cuarto, Juan sacó fotos y me mostró cuando vivió cuatro años en un templo en República Dominicana, cuando tenía cabello y 19 años, cuando amaba a una de las mujeres que aparecía en muchas de las fotos, y cuando conoció a Yatu y a Juan Bosh y a Miguel James. También sacó un papel viejísimo que tenía un texto escrito con tinta roja, y me dijo que lo leyera. Yo comencé a leerlo para mí y él dijo que no, que lo leyera en voz alta para que Leo también escuchara. Así que leí en voz alta un poema que hablaba de una flor que se volvía arena sobre la cual posaba una mujer insistentemente hermosa sus pies. Entonces a Leo se le pusieron los ojos aguaditos y él dijo que ese poema se lo había escrito su papá a su mamá. Y como yo vi que estaban medio afligidos les dije hasta mañana y me fui del cuarto.

            Me dormí horas después imaginando los pollos que rodaron congelados por toda Santa Anita y preguntándome si en aquella casa donde yo dormía se había comido pollo aquel festivo día en el que Machera le sirvió de Robin Hood a la parroquia.

             En la mañana Juan Vaquero me acompañó al cementerio. El templo es una construcción en la que dentro caben tres y hasta cinco o seis personas. Tiene forma de casa pequeña, parecida a las que dibujamos cuando somos niños. Está cubierta por baldosas azules como de baño y adornada por dentro con cientos –o miles– de placas de fieles creyentes de Machera. También hay flores, botellas de aguardiente, tabacos a medio fumar, velas, dinero amontonado, trofeos (entre los que destaca el de la selección de fútbol de Mérida), títulos universitarios y de bachillerato, placas de rayos x, récipes y fotografías dispersas por ahí. En el interior de la capillita un señor rezaba en voz alta lo que parecía una oración de cierre de jornada. Ya por hoy cumplimos nuestra misión, gritaba el señor salpicándonos con el aguardiente que saltaba de su boca, ya se acercaron tus estudiantes, tus jóvenes siempre fieles, tus embarazadas, tus niños y tus viejos, Machera. Hoy, Luis Enrique Cerrada Molina ha cumplido su misión… Misión cumplida, Machera.

            A mí me dio un poco de miedo. Sin embargo, antes de salir dejé una foto mía tipo carnet en uno de los cuadritos que estaba en la tumba y compré, o se robó Juan, una estampita donde la figura de Machera, cuerpo completo, aparecía como levitando. Luego me fui a visitar a una amiga maracucha y Juan Vaquero se fue a leerle la mano a alguien; o el Tarot, da igual.

 

5.- Los problemas siempre fueron por la gata. Ellos, como inquilinos, eran impecables: pagaban a tiempo, no hacían ruido. Pero la Xiomara maldita se cagaba todas las mañanas en la regadera y el mamut se molestaba cuando despertaba con intenciones de bañarse y encontraba aquel desastre. Y como Leo y Juan –eso sí– dormían hasta bastante entrado el día, al mamut no le quedaba sino esperar a que se despertaran para mandarlos a limpiar, o limpiarlo él mismo.

            Al principio parecía tolerarlo, pero las cosas se fueron poniendo cada vez más graves. El gordo ya no esperaba que despertaran sino que iba y les tocaba la puerta del cuarto con golpes fortísimos hasta que Juan se levantaba y limpiaba lo que había armado su gata en el baño. Incluso, más de una vez, se atrevió a empujar con tanta fuerza la puerta de sus inquilinos que logró abrirla despertando a gritos a Juan y a Leo para que se levantaran a limpiar. Yo era un testigo que estaba en el medio de todo aquello. A mí también me levantaban los gritos, o sino la gata escondiéndose debajo de las cobijas.

            Una mañana Leo explotó –porque fue ella y no Juan–, y el mamut recibió bien temprano las uñas de Leo en la cara.

            Recuerdo que soñaba que jugaba truco con unos viejos a los que no se les veía el rostro cuando empecé a escuchar los gritos. Como pude, entre la resaca y lo desorientado que está cualquiera que se despierta de pronto, me levanté y desde el marco de la puerta del cuarto pude entrever aquella salvajada: Leo desnuda y guindada cual monito del cuello del mamut. Juan halándola como si ella fuese de goma. La gata chillando a mi lado. Y yo sin entender si era que los gritos de Leo salían de algún aparato de sonido o era que el juego con los viejos del sueño se había vuelto una pesadilla.

            A Vaquero y a su esposa los botaron de la casa, claro, y empezó el calvario de buscar dónde mudarse. A Leo le vino la regla, comenzó a llorar por todo y faltó al trabajo. Juan no le leyó el Tarot a nadie. El dinero mermaba, y en un impulso de solidaridad me fui con ellos a buscar un nuevo lugar para instalarnos. Esa tarde, para que se tranquilizaran, les dije que pasáramos por la librería de la chica que era mi amiga. Ahí revisamos los estantes un rato Juan y yo, mientras Leo y la muchacha conversaban y se tomaban un café en la entrada del local. Juan se robó una novela de Lautaro Ovalles. Ese mismo día, casi de noche y después de varias llamadas, Juan había conseguido dónde mudarnos. Hasta la chica de la librería se vino a celebrar con nosotros. Terminamos tomando miche claro y ron en una casa vieja que tenía una barra y como cuatro o cinco mesas en una sala pequeña. Alguien habló de una viuda.

            Fue ese el día en que Vaquero me contó cómo se iba a morir. Pero antes de contármelo se puso a hablar de arquitectura y Leo también habló de arquitectura y hasta la de la librería hizo su comentario, y yo me di cuenta de que no sabía absolutamente nada de arquitectura. Entonces Juan se acercó y yo noté que estaba borracho; aunque es muy posible que yo también estuviera borracho. Pero lo cierto es que, en aquel momento, advertí que él lo estaba, y que se acercó y me dijo que tenía un gran negocio pero que primero me iba a contar una historia. Y como si nada se pusoa hablar.

            —Se llama Farero –dijo–, y dice así: Entró a su lugar de trabajo. Abrió la puerta. Subió las escaleras. Apagó la luz. Se sentó en la cama y se durmió. Cuando despertó, se asomó por la ventana y dijo: ¡Mierda, qué hice!

            Los dos hicimos silencio.

            —¿Qué te parece…?, ¿está bueno, no? –me preguntó.

            Yo me le quedé viendo como si no lo conociera y él dijo que no importaba.

            —Ahora cuéntame una de vaqueros –le dije.

            Pero la que habló fue Leo. Ella pronunció un nombre e hizo que Juan reaccionara y se pusiera a recordar a una mujer rubia que había conocido en Margarita.

             —Desde que le leí la mano sabía que algo grande me iba a pasar con esa catira –dijo–. Todo sucedió el día que se iba. Ella había dicho que le gustaban los girasoles, y en la mañana, cuando su ferry salía, yo me fui a buscar girasoles por toda la isla y dejé a Leonor durmiendo en la pensión donde vivíamos. Los encontré 20 minutos antes de que saliera el ferry. Corrí. Cuando llegué no vi a la catira por ningún lado. Le pedí al que revisaba los boletos que por favor me dejara pasar un momentico, que tenía que darle algo importante a alguien que estaba dentro; y el señor, que tenía bigotes y una gorrita de marinero, me miraba de arriba abajo, veía los girasoles y me decía que no con la cabeza. Es imposible, decía el maldito. Y yo me puse chiquitico, Horacio, y le pedí que me dejara pasar, que era importante, que era de vida o muerte. Entonces él decía que sabía que yo estaba enamorado, que lo sabía por las flores, pero que no podía hacer nada. Y fue cuando me puse a cantar un mantra y en menos de tres minutos el tipo me estaba diciendo que pasara pero rápido. Corrí como loco. Subí unas escaleras y llegué a una sala donde había mucha gente pero donde no estaba la catira. Entonces bajé las mismas escaleras y entré a otra sala donde había una puerta grande que daba a la cubierta. Y ahí estaba: en una silla de esas largas, estiradita, con lentes de sol y con un libro en las manos. Lo-li-ta. Me acerqué y ella miró mis piernas y alzó la vista, se quitó los lentes y, como si estuviera viendo a un elfo, dijo qué haces tú aquí. Y yo con esas flores en la mano, compadrito. Y ella cierra el libro y se sienta en la silla y se agarra la frente como diciendo este tipo es un rolo de güevón. Y yo le doy los girasoles y me volteo para irme y siento que el piso se mueve, que las montañas se mueven y el mar entero se mueve. Y claro que todo se movía, Horacio, porque el ferry había arrancado.

            Vaquero se echó un trago de ron, hizo «aaahhh» y dijo:

            —¿Qué te parece?

            —Mierda –dije yo.

            —Sí, mierda –dijo Vaquero–. Mierda la que me echó encima Leonor cuando me devolví a Margarita.

            Después pedimos la cuenta y por fin Vaquero se puso a hablar de su negocio. Y fue cuando dijo que pagaban por adelantado pero que se corría un riesgo muy grande, que él se iba a meter en ese rollo, que se trataba nada más de pasar a Holanda, que ya lo había decidido y que sí.

            —Así me voy a morir, hermano –dijo–. Hay que intentarlo.

            Yo cerré los ojos y apoyé la espalda de la pared y vi a Leo y a la chica de la librería besándose como si se amaran con locura y escuché a Juan reír y decirles que no sean malucas, que no fueran unas locas de mierda.

 

6.- Hace un par de días hablé con Juan Vaquero. Dice que está bien y que Leo también está bien. Dice que está en Rubio, que todos los días le lee el Tarot a alguna gente y que tiene dinero. Dice que para juntar la plata para el paseo a Táchira tuvieron que posar desnudos varias veces para una clase de dibujo en la Escuela de Artes de la ULA. Dice que a Leo le salió un orzuelo y que está más flaca, que se puso un tercer piercing en un pezón; en el izquierdo, como debe ser. Dice que Leo dice que me extraña. Dice que esperan vivir en un pueblo que está más arriba de Mucuchíes y que tengo que ir a visitarlos, que me desea suerte. Dice que conoció a una chica que a mí me gustaría mucho, que cuando nos veamos la conoceré, que me la tengo que coger. Dice que con las monedas que amontonaron en la lata contrataron a una puta en la 2 con la que estuvieron la noche antes de irse de Mérida. Y dice que le haga un favor, que anote una dirección, que él va a viajar y que cuando reciba la noticia de su desaparición física que vaya para allá y pregunte por no sé quién que me va a dar una caja. Dice que decida yo qué hacer con eso. Dice que no me preocupe, que me quiere mucho, que si todo sale bien –que lo duda– vamos a tener mucho dinero. Dice que le alegra que haya soñado con ellos, pero que no despierte llorando, que eso es muy feo, que después paso el día triste. Dice que chao.

 

7.- Sueño a color: suena Big River de Johnny Cash. Un paisaje de cinco de la tarde –a veces anaranjado, a veces sepia– se distingue desde el cielo. Veo, como una cámara que filma desde una nube y desciende lento (pero no tan lento), la imagen de un Plymouth Barracuda del 65’ color naranja con una raya blanca en el medio y dos personas dentro. Distingo a Leo al volante, con unos lentes de sol y el pelo revuelto. Tiene el cabello negrísimo y en la mitad de la cabeza un mechón amarillo claro, casi blanco. Cruella Deville, sueño que pienso. La mitad de su brazo izquierdo se asoma por la ventana. Lleva un cigarrillo en la mano con la que conduce. Bella. Puede ser Thelma. Puede ser cualquiera. Sonríe confiada, sabe su valentía. En el asiento del copiloto, claro, Vaquero ríe con una expresión franca. Está hasta la madre. Hasta el ojo, como dicen en Mérida. En el medio de los dos yace un sombrero de cowboy, como los de Gary Cooper. Aquella cámara, que son los dos ojos de mi sueño, se acerca, esta vez sí muy lento, a los dos ojos de Juan Vaquero: dos metras de fuego cárdeno en los que se refleja, como en un espejo negro, un cielo estático y una carretera que se extiende hasta el mismísimo infinito. Las nubes parecen coliflores. Big River suena más bajito. Despierto.

 

 

Datos vitales

Carlos Ávila (Caracas, 1980). Licenciado en Letras por la Universidad Central de Venezuela. Ha publicado los libros de cuentos Desde el caleidoscopio de Dios (Equinoccio, 2007) y Mujeres recién bañadas (Mondadori, 2009). Actualmente cursa la Maestría en Literaturas Española y Latinoamericana en la Universidad de Buenos Aires, Argentina.

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