Poesía chilena: Sergio Badilla

Presentamos una selección de Saraband, Antología (1990-2017) del poeta chileno Sergio Badilla (Valparaío, Chile 1947). Poeta, narrador y académico en antropología y periodismo. Es autor de libros como La morada del signo, publicado en Estocolmo (1982), Ciudad Transreal, en Serbia (2009) y Ghosts & Shadows, en Nueva Zelanda (2014), entre otros. Ha sido premiado en varios países y traducido al sueco, inglés, árabe, italiano, farsi, finlandés, entre otros. A continuación poemas de la antología Saraband.

 

 

 

 

 

 

Los ojos verdes de mi helénica

 

La realidad es apariencia y simulacro

disfraz y hechicería

una farsa en la escena del sentido y la razón.

Las tuberías ya no llevan esperma a la vagina

de la Gorgona

sólo piedras y cascajos

para la infecunda matriz que se marchita.

Una catacumba en el espacio de la sombra y la pupila.

Alejandro llora a Hefestión y rapa su cabeza

en una página de Plutarco

mientras un halcón revolotea con maestría y

se inquieta con el anonimato

o con los relinchos de los caballos en una película

de Vajda.

El dominio adyacente es entre el dogma y la patraña

o la nulidad y el absurdo.

Li Po borracho

se ahoga nuevamente en el río Azul

tratando de alcanzar un reflejo de la luna

tal si fuera una doncella desnuda

que irradiaba el resplandor de su cuerpo en el agua.

Una mazmorra en el territorio de la oscuridad y el abandono.

Un paseo en bicicleta por la Vía Dolorosa.

un telescopio de cristal para observar los agujeros negros

de la Vía Láctea.

Los ojos verdes de mi helénica

que un día jueves dejó de amarme.

  

 

 

 

¿Qué hacíamos en la oscuridad de Samaria?

 

La ciudad dañada

el odio interminable

y la razón equívoca.

Un disparo acredita el desconcierto

de aquellos años de confusión y de quimeras

y el agua se entretejía y zigzagueaba

a través de las baldosas.

Lloriqueaban las madres

en retiro amargo en la sombría mazmorra

además silbaban los pífanos de los convoyes

en la vieja estación

con sus pescuezos negros desde lo alto

de las locomotoras.

Gandules  poseídos y soplones

espiaban para la jauría asesina.

El mundo se venía abajo con

las reglas marciales y los estrépitos.

Era reflejo de las ametralladoras en las ventanas

durante dos o tres veces por día tras un despojo

diferente.

¿Qué hacíamos en la oscuridad de Samaria?

con sus murallas inmaculadas en la curvatura

de los cielos

donde dominaron los impulsos envilecidos

de la locura

y no hubo lugar para la clemencia.

 

 

 

 

 

 

Qué calamidad para un viejo combatiente.

 

Qué calamidad para un viejo combatiente.

Las libélulas se hundían en la niebla

y los colibríes no distinguían el color de las

lilas.

Las frases de mi boca eran alegorías de una

extraña conciencia

tal si una sanguijuela succionara mi sangre

a través de los capilares del cerebro

y padeciera de las fobias del infierno.

Mis extremidades se tornaban severas en

los caminos pedregosos

o en el pasaje hacia la ruina.

Las mitocondrias se amotinaban entre las células

desfallecientes de energías

y los aminoácidos abandonaban sus proteínas.

Qué calamidad para un viejo combatiente.

Había que escabullirse de los enemigos del Islam

y de los traficantes de pólvora.

Nos asaltaba la duda sobre

la arrogante moralidad de los virtuosos

o la humilde apariencia de los legionarios.

Estaba a las puertas de Tarsis

como un extraño que se fascina con las

constelaciones

para imaginar la habilidad de las Sibilas

con sus predicciones minuciosas junto a la hoguera

y así perpetuar mi aliento.

Qué calamidad para un viejo combatiente

si los mercenarios intentaban desangrar mi regreso

mientras el fuego devoraba mis papeles.

Repito en voz alta una oración de olvido

luego maldigo con un conjuro inacabable y

niego que haya renunciado a la utopía y a la

templanza.

Las parábolas de mis labios eran verbos de una

gnosis proscrita

sólo cadenas ásperas que perturbaban

la congoja de agonizantes y confusos

en una tierra miserable entre sombras y

verdugos

Qué calamidad para un viejo combatiente.

 

 

 

 

Nochebuena en Taipalsaari

 

Aquí hemos llegado al final del recorrido

a este pequeño pueblo de Taipalsaari

a la puesta del sol bordeando los lagos

donde hay hileras de pescadores con sus cañas

perpetuando costumbres ancestrales

que nacieron con los dioses

del Kalevala.

A un costado del camino veo a unos aldeanos

roturando la tierra

con un tractor

y junto a las a las orillas de la albufera

un sin fin de cabañas humeantes de un rojo granate

con saunas que abrasan su leña

en un cielo navideño donde el sol apenas se atreve

a salir entre las nubes

atestadas de tormenta.

y los trols tropiezan en la nieve oscura

con los iluminati y sus agujas persistentes.

Los carámbanos muestras sus uñas afiladas

como garras del Heikki Lunta

el dios de la nieve.

A medianoche

caminamos en grupo a través del bosque congelado

a la iglesia del pueblo

para la misa de nochebuena

¡Qué lástima!

Antti ha perdido la cantimplora con aguardiente

y ya no podremos calentar el alma

ni tampoco las extremidades.

Un viajero inveterado debe estar al tanto

de estas maestrías

por si se extravía en nochebuena

para no tropezar con los trols o los iluminati

entre densos boscajes de pino y abedules

de Finlandia.

 

 

 

 

Una confesión de San Anselmo

 

 

Veo a los hostiles desde mi estacada

son ellos quienes acosan con sus armaduras

mi frontera

por eso asumo la fragilidad del vencido

en la trinchera interminable de estos días.

La oscuridad que oculta la conciencia es sibilina

y la casualidad es equívoca

una confesión de San Anselmo

o una sumisión de la razón para acomodarse a la herejía

Descubro a mis enemigos ya en las puertas

de mi morada

con sus apariencias malévolas

sus cartas bajo la manga

en la verdadera correría de la insania.

Soy un cátaro o un pagano que

se adapta a la paradoja

con la templanza del humillado

como una negación del raciocinio para

escapar de la duda.

La vaguedad que encubre el discernimiento es hermética

y el acaso es confuso.

 

Mis adversarios ya invadieron mi casa.

 

 

 

 

 

 

Al final del laberinto

 

Quizás el episodio del olvido sea una mala parábola

para espantar las sombras que se ciernen como un

afligido ultimátum..

Ando tras un hijo que se confundió en su nostalgia

y olvidó llamarme padre

con la misma indiferencia como los copos de nieve

se abaten en el pavimento de la calle solitaria

Soy yo quizás que desacierta en esta época de contraseñas

y secretos

con esta angustia que me aniquila tal un voraz incendio .

La ambigüedad desaparece cuando descubre su mesura

al final del laberinto.

Yo retumbo así un trueno en la distancia o en la cercanía

defectuosas mis palabras y mi voz

y me permito ser un roedor desorientado que socava

su guarida en la espesa bruma

con esta ansiedad que me devasta como un severo cataclismo.

Ando tras un hijo que se turbó en su tristeza

y omitió llamarme padre

con la severidad de los zorzales que resbalan en el hielo

y luego emprenden su vuelo

en la calle que continuará desierta.

 

  

 

 

Santini

 

La penumbra fue un delator imprevisto

en la suposición del destino en ese restaurant de Bromma

con ese regla que se infiltra entre las sombras

demasía de hielo perpetuo en tu mutismo

ante la dermis que suplica y se deniega.

Cuando el cosmos se agotaba progresivamente en el reflejo

y el resuello de la tarde se frustraba en tu reposo

y así satirizaste la quietud del todavía

tal si invadiésemos en refugio mórbido del adiós

con la visita de la muerte en ese restaurant de Bromma.

 

 

 

 

La luz no es un espíritu profético

 

Mis plumas eran breves como las de un  pájaro viejo

e íntimamente el esternón humillaba

con esa sugerencia minuciosa de fractura.

La luz no es un espíritu profético

sino la osadía de mi timidez en tu vientre

o el sigilo de mis párpados en tus noches.

Recuerdo que los espinos retoñaban en el páramo

de arena

y los reflejos del sol tropezaban con la misma piedra.

Los santos eran equívocos en esa patria sugerida

sus parajes inusitados y rigurosos.

Los zahoríes enganchaban sus armaduras

para desafiar al infierno

tal si un demente hubiese arruinado la tregua.

Entonces una grieta en el aire fragmentó las pilastras

de las enredaderas

y los buitres escudriñaron en la carroña ocultada

entre las zarzas.

Mi plumaje era perecedero como el de un ave longeva

y adentro los cartílagos de mi torso oprimían

con esa insinuación escrupulosa de quebranto

ante ese fulgor que privaba tus destellos en mi cara.

 

 

 

Fragmentos de la misma leyenda

 

 

Conservo en mi memoria las noches de mis padres

en la travesía desde el Cabo de Hornos hacia Valparaíso.

La sangre del bárbaro que migró desde Mongolia

hasta Tierra del Fuego.

Los rayos que opacaron la mirada de Jacob en el desierto.

La escritura cuneiforme de los babilonios ancestrales

en mi caligrafía primigenia.

Todos somos fragmentos de la misma quimera

fantasmas de señales longevas

en algún recodo del universo.

La realidad se obliga con sus aberraciones y manías

con sus abstracciones en la concordancia hemisférica

del cerebro
más cerca de la imaginación que del hastío.

Todos somos trozos de la misma fábula

deslices de frecuencias agónicas

en cierta afinidad de la materia.

Guardo en mis nostalgias el evangelio doctrinal

de mis abuelos

en la búsqueda de un edén entre los montes

en Babel o en Atacama.

La estirpe del sefardí que caminó desde Sefarad

hasta Los Andes.

El fuego que Moisés tuvo en sus manos.

Todos somos fragmentos de la misma leyenda.

 

 

  

 

 

 

Décimo evangelio

 

Padre

te deseo la quietud de las horas apacibles

del sueño indestructible

aunque la muerte estremece el fundamento del origen y de la fábula.

Ha naufragado tu barco en la extensión del abismo más sombrío

en las mareas borrascosas, en el movimiento glacial del océano Pacìfico

en una niebla.mañanera.

Cierro los párpados y al separar la densidad de las sombras te reconozco

tal vez con inocencia entre las oxidadas omisiones de la fantasía

únicamente estos verbos que enfrriaron tu éxodo.

No encuentro espacio para el dolor, sólo remanente de la reverberación de un pasado que no cierra la tristeza

Lejano ahora del rumor de la escena, del desaire y de la bienvenida a casa

después de un largo viaje a Brooklyng o al Golfo de Penas.
Qué vestigio de quijote silente, de tardía fama donde
la quietud atrapa y desfigura el esqueleto distanciado del aire salobre.
Estás cautivo en un domo y sin embargo duermes.
Olvido los afectos flemáticos y los veranos viajando en tren a la campiña de Yungay o del Itata

hendiendo el amanecer con su cegado frío.
¿Cómo no exhumar de su encierro el capote marinero y la cabellera enfrentada a un ventarrón en un mar encabritado en Tierra del Fuego?
No obstante suelo percibir en sueño los latidos de tu pecho, tu sangre que discurre reposada y cálida en mis oídos de impúber.
Te cuento padre

para concluir esta epístola

que esta madrugada he advertido la matriz del agua en

el arrecife de magnos oleajes
donde no hay gaviotas ni alcatrces

y el tiempo detiene el curso de la vida en.la oscura

profundidad.de un mar ignoto

 

 

 

 

 

Responso por Ricardo Acevedo

 

La niebla pálida resbala a lo largo del camposanto

acariciando las viejas criptas

y las cruces recostadas en el verdor del suelo,

Hay rostros macilentos desafiados a una despedida

ojos con los párpados abatidos por el llanto.

Unas mujeres van y vienen hablando de Ricardo

y depositan un ramo de flores

a un costado  del féretro,

El corazón es traicionero como una serpiente

me dice al oído un hombre a quien no identifico

pero que me parece conocido.

Qué demacrados se ven los deudos.

Huele intensamente a flores marchitas

o a agua empozada en los tiestos,

La bruma anémica aún se arrastra a través de la necrópolis

ciñendo los mausoleos vetustos.

Es el momento final de los discursos

y el responso definitivo del adiós.

Pienso en las palabras del desconocido

que el corazón es traicionero como una serpiente

miro hacia la lejanía

y me parece distinguir la cara de Ricardo

alejándose hacia el oriente.

 

 

 

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