Tener colmillo —Algunas reflexiones sobre el traducir. Notas de un negocio culpable, de Michael Hofmann

Presentamos, en versión de Gustavo Osorio de Ita, un ensayo de Michael Hofmann (Freiburg, 1957), poeta, traductor y ensayista, nacido en Alemania pero radica en Estados Unidos desde los cuatro años. Su primer libro de poesía es Nights in the Iron Hotel, publicado en 1983.

 

 

 

Tener colmillo[1] —Algunas reflexiones sobre el traducir. Notas de un negocio culpable

 

 

Un puñado de afortunados o dotados poetas llenan sus vidas con poesía. Estoy pensando en aquellos como Ashbery, Brodsky, Ted Hughes, Les Murray. Escriben, respectivamente escribieron, poemas, me parece, prácticamente todos los días, al igual que los escritores de prosa escriben sus novelas. La fecha en la parte inferior de los poemas de Mandelstam. Los poemas de Plath. Es una cuestión de la fuerza del don, las libras por pulgada cuadrada de la Musa. Heaney, también, se acerca. El resto de nosotros tiene compromisos, hacemos algo más “también”, en su mayoría enseñamos, en un puñado de casos, hacemos otro trabajo no relacionado, tenemos “un trabajo” en el “mundo real”. El trabajo es el enemigo de la poesía, su exitoso y favorecido rival (el trabajo es todo, el poema nada; ¿quién quiere al poema, y quién no quiere el trabajo?), pero también puede ser el polvo del que surge la poesía. Ésta, de cualquier manera, es mi esperanza, traducir.

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Reuniones con traductores notables. Para acuñar una frase. El primero fue Ralph Manheim (traductor de Grass y Handke, tanto entonces como ahora los dos autores alemanes vivos más prominentes, pero también de Brecht y Céline y Danilo Kiš y muchos otros —¿Mein Kampf, alguien?), que me invitó a beber en su apartamento en París. Un nativo de Chicago, si bien recuerdo, y perteneciente a la gran generación de traductores americanos que fue producida por la guerra. 1980, 1982, algo así. Seis en punto. Tiempo de beber. Llego, me encuentro con él y con su encantadora esposa, que ha sufrido un derrame cerebral y a quien está cuidando.

Siento un vínculo con él: la inusual y “delgada” pronunciación de nuestros nombres, sólo hay una n el suyo, sólo tengo un f en el mismo lugar en el mío, además él es exactamente cincuenta años mayor que yo, nacido en 1907. Hablamos del viejo Handke, que también vive en París, y con el que dice, en una galante adaptación del idioma alemán (que existe en la forma negativa), “ist gut Kirschen essen”, puedes compartir un plato de cerezas, es decir, un tipo amigable y generoso y sin complicaciones. Objeto, pero él lo dice, y después de todo puede que tenga razón. (Años más tarde, estoy con amigos en París, muy tarde, mucho después de la cena, tocan a la puerta, es Peter Handke, que camina sólo por todas partes, sin previo aviso, con su sombrero lleno de setas que ha recogido. Las cocinamos y comemos de inmediato, y me sorprende Handke, que es curtido y fuerte y amable, y tiene un firme apretón de manos, y pienso en las cerezas, y los Manheims.) Bebo una cerveza, ellos tienen whisky. Ralph ha venido de su oficina en otro edificio. En el sentido, entonces, de que es un trabajo, que él tiene horas regulares, lo termina y vuelve a casa. No le permite esparcirse totalitariamente ni desfigurar su vida. Pienso, si es que pienso en algo, en mi padre que escribe en casa, dictando —además— a mi madre, aquello que pasa por nuestra sala de estar. Su escritura está en todas partes, llena el aire, llena nuestro espacio familiar, gobierna nuestras vidas como la economía nacional.

Luego Joseph Brodsky, algún tiempo después en los años ochenta, en el departamento de un amigo suyo en Tufnell Park. Espresso y Vecchio Romano en una cocina un tanto redundante e impecable. (Él escribió sobre la “verdadera biblioteca de una cocina” de Auden en Kirchstetten, pero supongo que para él, y en su vida, la mayor parte de la acción habrá sido, por decirlo así, la verdadera cocina de ésta o aquella biblioteca. Tal como lo dijo, “la libertad es una biblioteca”, no una cocina.) Cigarrillos “circuncisos”. Los dedos ya diestros sacan la esponja, sacan la pelusa, desechan la pelusa, vuelven a colocar la esponja. Sólo entonces es seguro fumar. Está traduciendo a Cavafis, a quien ama. El clasicismo, la historia, el anonimato. Al ruso. Ha traído consigo de Nueva York una máquina de escribir portátil rusa que está utilizando. Del griego al cirílico. En el aburguesado norte de Londres. Un extraño fenómeno conradiano. El traductor como un bacilo.

Tal vez una más. Una bizarra (para mí) reunión de traductores en la ciudad de Nueva York, tal vez alguna ceremonia de premiación, no recuerdo. Llenamos las primeras filas de un teatro en alguna parte, sintiéndonos inusualmente efervescentes, como una reunión de misioneros o de espías en su día libre. Optimistas. Justos. Tanto satisfechos de nosotros mismos como entre nosotros mismos, unter uns. Nosotros solos —Sinn Féin. El efecto caravana. Para hacer las cosas mejores/peores, han traído a Paul Auster para a dirigirse a nosotros. Entonces alguien anuncia que Gregory Rabassa es de la compañía, en algún lugar a la derecha y enfrente de nosotros. Una ligera figura encorvada se alza, hace reverencia. Desde el escenario, una luminaria trata de señalarlo, de intentar de alguna manera darle algo de plasticidad. No creo que pudiera reconocerlo en la calle. El primer traductor del que tuve noción, leí su Márquez cuando tenía veinte años y visité alguna vez a sus editores londinenses. (¿Recuerdan la alabanza de Márquez para él como “el mejor escritor latinoamericano en el idioma inglés”?) Un leve bigote como lápiz, ¿tal vez? ¿Un imperial? Dudo de mí mismo, creo que probablemente lo estoy inventando, extrapolando, literarizando. Aplaudimos frenéticamente. Tales son los héroes de un negocio secreto, un negocio culpable, incluso.

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Yo traduzco para tratar de llegar a algo. Cuando sostuve en mis manos por primera vez mi primer libro de poemas (la menor medida aceptable para la Biblioteca Británica, cuarenta y ocho páginas incluyendo preliminares), pensé que volaría lejos. Para reparar un déficit de literatura en mi vida. Mi desafortunada versión del cartesianismo: traduco, ergo sum. Desafortunada porque el traductor no tiene ser, no debe ser visto ni oído, debe ser (bostezo) fiel, debe ser (doble bostezo) un plato de vidrio. ¡¡¡Bien, Kerrang!!!

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Muchos, si no la mayoría de los traductores, operan con un lenguaje adquirido, o lenguajes, y el suyo propio, que es donde, según Christopher Logue, tienen que ser realmente buenos. (Nunca confío en la gente que traduce desde como hacia un idioma: ¿no hay algo insalubre en eso, como beber el agua del baño?) Eso trae consigo una cierta imparcialidad a sus procedimientos, una bata de laboratorio, pinzas, una campana extractora de humos. Pero mis dos lenguas son “mías”: alemán, mi lengua materna, y el inglés, el cual no recuerdo haber aprendido a los cuatro años y que es el idioma en el que inicialmente leí y escribí. Ambos son lenguas en que he vivido, lenguas esenciales: una la de la familia y los primeros nombres, y ahora, de la compañía y el amor; la otra de décadas de, espero, una asimilación indetectable y exitosa en Inglaterra. ¿De cuál debería desprenderme?

Yo era felizmente bilingüe hasta los veintitantos, cuando empecé, por necesidad económica, a traducir. La correspondencia de mis dos lenguas es un proceso interno, el acomodo de un hueso roto, un injerto, la recuperación de una herida. Quizás se pueda incluso afirmar que en mí el alemán es de alguna manera una herida abierta, que es mitigada y sanada a través de la aplicación del inglés. La traducción como una necesidad psicostática. Mira, no hay fragmentación en mi vida, ni pérdida del Edén, ni pérdida de certezas infantiles, ni discontinuidad, ni cesura, ni ruptura, ni expulsión. El inglés, entonces, como un vendaje, una férula, un bálsamo.

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Después, en mi traducción de la novela de mi padre de la pequeña ciudad de Alemania en los años treinta y cuarenta, The Film Explainer, sobre su abuelo, mi bisabuelo, se puede leer:

Cualquiera que viera ahora al Abuelo en la calle, bajo su sombrero de artista, con el cual “protege su grueso cráneo de las ideas de otros” (la Abuela) ya no diría: ¡Hola, señor Hofmann! Diría: ¡Heil Hitler! O: ¡Otra escoria!

Sí, éste resulta ontológica y humorísticamente importante para mí, es un libro de familia, el nombre del héroe es Hofmann, y me identifico con todos en él, porque son todos una parte de mí: el viejo vanaglorioso (como yo, un portador de sombreros), la ácida Abuela, el niño ansioso-por-complacer, pero incluso más allá de esto, la expresión de esa historia, su domesticación al inglés, me genera una satisfacción inmensa. Dónde está la grieta, la brecha, si es una cuestión de azar si dices que el Terry-Thomas “¡Otra escoria!” o el verdaderamente villano “Heil Hitler!” también podría haber te sucedido a ti, implica, y: mira, estoy haciendo una broma de ello, y: ¿cómo puedes pensar que soy diferente. Estoy haciendo algo de mí mismo, y con mi historia.

Es por eso —aunque por supuesto a nadie le gusta una mala crítica— el cómo reacciono inusualmente mal (me parece) a los errores (los cometo) y a los reproches de los lectores o los críticos. Interfieren mi curación, mi ensamblaje, mi convalecencia. Me arrancan un vendaje, y vuelven a abrir mi dolor, o mi corazón. No molesten a mis círculos, pienso.

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La traducción es la producción de palabras, cientos de miles de palabras, ahora muchos millones de palabras. Prefiero libros cortos, soy perezoso, soy un poeta, una página suele ser bastante para mí. Pero aún así, los libros largos se me han acercado y han pasado a través de mí. The Radetzky March tal vez 140.000 palabras. Dos largos de Fallada, doscientas mil cada uno. Cuentos cortos de Fallada, otras cien mil. Ernst Jünger 130.000, y con un montón de otros libros de guerra —¿cómo me metí en eso?— cómodamente cuatrocientas mil. Sesenta libros, millones y millones de palabras, como millones y millones de números, como π, un número irreal. Cuando me dé cuenta de que empiezo a repetir (… 3141592 …), me prometo, entonces me detendré.

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Todo esto es una distracción a escala industrial, la “aún pequeña voz” de la poesía sobrepasada en decibeles, mis insignificantes recursos excesivamente desbordados, el chico débil atrapado entre el frenesí multitudinario.

A la manera de Nietzsche/Jünger, me matará o me hará fuerte. De nuevo, ¿cómo sucedió? Por lealtad a mi padre novelista: la prosa. Por mi naturaleza alemana: chtigkeit, producción energética, industria, diligencia. Por insatisfacción con mis propios métodos lentos, de recolección de lana, de mirar por las ventanas: tareas que lo consumen todo en una secuencia ininterrumpida. Por un deseo de hacer más —y más pesados— libros: la traducción. Dada su opinión, ¿qué es lo que el lunático Narciso toma para sí mismo? —¡Los trabajos de Hércules!

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Si quieres que alguien cuide tus oraciones por ti, ¿quién o qué mejor que un poeta? Si quieres que alguien regule —que regule a nivel empresarial— tu dicción, que dé cadencia a tu prosa, que enganche un principio a un fin, que inserte un fin en contra de un principio, que desplace una luz verde a través de los grises recovecos de las cláusulas —un poeta. Si buscas prosa con dignidad, con sorpresa, con orden, con atención al detalle. Es por eso que el primer artículo del libro de Tom Paulin sobre eléctricas traducciones libres, The Road to Inver, es su versión del inicio de La plaga de Camus. Prosa. Bueno, hasta cierto punto.

¿Y los recursos, las herramientas? Bueno, pueden ser cualquier cosa. A veces, cuando me han gustado ciertas figuras en alemán —sobre todo cuando no eran cosas que yo conocía, y que por lo tanto me daban la sensación de que no todos las conocían en alemán— las dejé en paz. Poco comunes en alemán, ¿por qué no nuevas en Inglés? En Each Man Dies Alone, está esto: “El actor Max Harteisen tenía, como a su amigo y abogado Toll le gustaba recordarle, mucha mantequilla en la cabeza de los tiempos pre-nazis.” Hay una nota al pie de esto, pero yo no la hice: yo lo habría dejado así. Mantequilla en la cabeza —¡¿no es una expresión adorable ?! O esta otra, a partir de una nueva novela, Seven Years, de Peter Stamm, una escena en la que dos arquitectos están intercambiando consejos de carrera: “Berlín es un El Dorado, dijo, si usted es medio presentable, entonces usted puede hacerse de una nariz de oro”. Nada más fácil que decir “realmente llenar sus bolsillos” o ” ganar dinero fácil” o “dinero a carretillas”, pero yo no quería: la nariz de oro —¿qué expresión tan perfecta para la brecha de riqueza: ¡una protuberancia tan fútil y prácticamente sifilítica! Me había impresionado demasiado.

Así, algunas cosas persisten en alemán —pero también ocurre lo contrario. Cosas surgen de todos los rincones del inglés. Alguien me dijo que algo en mi Wassermann es australiano (pasé horas buscando, pero no pude encontrar la referencia, aunque recuerdo haber intentado usar “Esky” de “Eskimo” (Esquimal), el término australiano para una hielera, y no pude lograrlo). Otra expresión —“una patada en los listones”— es de un funcionario de Dublín que solía conocer. Esto es traducción no tanto como autobiografía, sino quizás como “auto-grafía”: vaciar mis bolsillos, al estilo de Schwitters, un pase de autobús, un trozo de periódico, un paquete de cigarrillos, una página arrancada de un diario. Las palabras no son sólo palabras; son palabras con las que he dado tumbos; reflejan mi compromiso continuo con Lowell, con Brodsky, con Bishop, con Malcolm Lowry; son palabras que han tenido algo de desgaste, hay un desvanecimiento en ellas, y suavidad, e historia, tal vez no tan visible para todos los lectores, pero palpable para algunos.

Uso inglés británico y americano más o menos según vienen a mano; solía pensar que sabía la diferencia, e incluso imaginé que podía cambiar deliberadamente entre ellos, ya no estoy seguro[2]. ¿Es “el cofre” o “el capó”? ¿El “maletero” o la “cajuela”? ¿Se puede tomar algo de “la torta” o “el pastel”? ¿Soy “quisquilloso” o más “snob”? Inevitablemente y de manera creciente —es una función de mi vida y lectura, así como también de tener empleadores en Londres y en Nueva York— las cosas en mí saldrán mezcladas, en un estilo que se podría llamar “universal-provincial”.

Un fusionado e híbrido inglés (que creo que es el genio y la propensión de la lengua de todos modos). Lo que encuentro más resistente (y menos simpatico[3]) es lo auténtico y lo limitado y lo local (pero qué traducción se va a juntar felizmente con esas cualidades: son cada una la antítesis de la traducción). Todo lo expresivo es posible. Lucho duramente por las expresiones británicas en las traducciones americanas (“on the never-never“ es una que me viene a la mente —¡seguramente la economía americana se encontraría en una situación distinta si se hubiera entendido esa alegre advertencia sobre los peligros del crédito excesivo! ), y me gusta introducir a los lectores británicos a las expresiones americanas también. Ocho años de niñez en Edimburgo —pensé que no habían dejado rastro alguno— encontrar un aumento tardío de una mezcla de términos escoceses: “postie”[4], “wee”[5], “agley”[6], “first-footing”[7]. (Aquel que más se benefició/padeció fue Durs Grünbein, si pensaba en algo relativo a él [de ninguna manera seguro], tal vez era que estaba poniendo en un mapa los provincialismos, el sajón a la capital escocesa, del siglo XVIII sobre la capital del siglo XVIII, su infancia de Dresde junto a la mía en la auto estilizada “Atenas del Norte”.) Las palabras que he usado en poemas, por ejemplo “bimble”[8] y otras, entran en el acto. No es sólo que —como he pensado y dicho anteriormente— la traducción te quite todas tus palabras, es más insidioso que eso, más como una bomba de neutrones: me quita todas mis palabras. De nuevo, una vez que me encuentre repitiéndome a mí mismo, o cuando vea una cierta previsibilidad y manierismo en el uso —sin mucha sanción del original— de un registro ligeramente dandiesco, cómico, o pesaroso, diciendo un 888888 recurrente, será el momento de detenerme.

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Pero ese es el problema: ¿de quién son las palabras que vas a usar, si no las tuyas? Representando a Buffon, Wallace Stevens dijo: “Un hombre no tiene elección sobre su estilo”. ¿Por qué no es esto tan cierto tanto para un traductor como para John Doe, autor? ¿Es imaginable que aproximas un diccionario a un original y haces cincuenta o cien mil transacciones herméticamente separadas, traduciendo, de hecho, a ciegas, y en un lenguaje que no es tuyo ni el de nadie? ¿Es eso un libro? ¿Cada palabra sacada de su corrugado envoltorio a prueba de asociaciones? No entiendo cómo un vocabulario personal, una gramática personal y un ritmo personal —al menos en los casos en que existan, en alguien suficientemente evolucionado para tenerlos— pueden quedar excluidos. Los chocolates llevan advertencias de que pueden haber sido fabricados utilizando equipo donde también se procesan cacahuetes; ¿por qué no las traducciones también? Pero entonces no sólo “ha escrito el ocasional poema moderno”, sino también “le gusta el punk” o “una temprana familiaridad con las obras de Dickens” o incluso “lee el Guardian” o “sigue al Dow” o “fan de P.G. Wodehouse.”  (Sí, querido lector, todos éstos son yo.) Estamos todos contaminados. Tengo respeto, pero no mucho, por las personas que traducen con un lexicón contemporáneo a la mano, de modo que la traducción de un libro antiguo “garantiza” contener palabra alguna que no existiera —aunque en el otro idioma— en el momento de su escritura. Es ingenioso, sí; disciplinado, aha; plausible, seguro; pero es demasiado mecanicista. Incluso si se utiliza el vocabulario del siglo XVIII, lo más probable es que no se maneje una sola oración que habría pasado por una reunión del siglo XVIII. (Hay una diferencia entre un pianista y un afinador de piano). Mientras tanto, tu lector del siglo XXI lee con qué —¿su alma de párroco del siglo XVIII? ¿con su Nook?

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Quiero una traducción que provea una experiencia, y quiero, como traductor, hacer una diferencia. Admito que ambos objetivos pueden ser considerados algo inusuales, incluso inadmisibles. Puedo ver que la idea de mí como escritor se inclina hacia, o incluso se desdibuja de, la idea de mí como traductor (después de todo, no necesito el libro de otra persona para romper mi silencio: soy, si se quiere, el ventrílocuo de un ventrílocuo). Traducir un libro es para mí una alternativa a o una extensión para (¡un multiplicador!) escribir un ensayo o poema. Un editor amigo mío me concedió la amabilidad de soñar con un mundo donde los libros no fueran pensados por el autor, sino por el traductor (que es después de todo quien aparece con las palabras en la página): así, un Pevear/Volokhonsky , no un Tolstoi; un Mitchell, no un Rilke; una Lydia Davis, no un Proust.

Pero, ¿¡dónde queda la fidelidad —podría preguntarse— dónde la precisión, el auto-desvanecimiento, el servicio!? Para mí, el servicio proviene de escribir lo mejor y más interesantemente posible: proviene del uso de toda la gama de ingleses, de los diferentes registros, de las palabras medio olvidadas, de los trucos de la voz, de las tensiones inesperadas y de la relajación de la gramática. (Yo sirvo a mis originales, lo entiendo, pero también estoy allí para servir al inglés, de ahí las importaciones, los “hallazgos”, los dandismos y las colisiones.) Soy impaciente con los pasajes nulos o sin sentido de escritura, clichés, inexactitudes, incluso, en realidad, lo inerte y ordinario. (No sé si encontraría algo más desafiante que un libro donde los personajes sólo “se van” a lugares, y sólo “dicen” cosas: lo encontraría sofocante —y lo he hecho.) En su educadamente dulce pero extremadamente interesante Is That a Fish in Your Ear?, David Bellos caracteriza a la traducción como susceptible de producir una especie de lenguaje moyen[9], recortando los extremos de un original, tendiendo hacia lo aceptable y lo establecido y el centro, lo no-excepcional y lo no-excepcionable. No me importa mucho de dónde vienen mis extremos —-ya sean míos o de mis autores, pero quiero que estén allí. Píxeles adicionales. La alta resolución de un cuarto o quinto lugar decimal, una vez lo dije. Es la expectativa de la poesía: brevedad, tono, drama. La palabra correcta, o frase o sentencia —y por lo tanto, también, algo que no podrías obtener de otra persona. Sí, un traductor es un pasajero, montado en una relativa seguridad (y merecida penuria), en un vehículo que ya ha sido construido, pero yo aún preferiría que fuera un pasajero en un trineo —un velero convertido, alguien que por lo menos pone sus propios huesos y equilibrio y reacciones en su trabajo.

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Y así, un lector desagradecido ve la necesidad de quejarse: “Él usa palabras que no se ven comúnmente en los libros y ocasionalmente su gramática es torpe” (lo cual sólo parece más divertido en tanto más lo pienso: el maravillosamente agraviado, positivamente denunciante tono; el genial —imitativamente torpe— enganche, una suerte de empalme sin coma, la absurda implicación de que se pueden usar más palabras en el habla [por ejemplo, que el inglés escrito opera con un sistema más bien francés de restricción en el  vocabulario], la pequeña frase gris que hace alarde de sus dos míseros adverbios). Un revisor me describe como “el generalmente confiable” (que en algunos casos podría considerar como una calumnia), y prosigue quejándose sobre mi uso de “no-palabras poco elegantes” como “chuntering” (hablar en un modo bajo e inarticulado) y “squinny” (desde el “squint” o estrabismo, obviamente) —ambos me parecen no solo perfectos sino perfectamente buenos para mí (y ¿desde cuándo hay un edicto universal sobre la elegancia, o sobre la frecuencia de uso?)— e insinúa que él preferiría (sin que sea probable) leer las octogenarias versiones de mis predecesores, al maravillosamente nombrado Cedar y a Eden Paul, que suenan como el abuelo y la abuela del Tea Party: tal vez debería protestar al negarle alguna de mis otras traducciones “generalmente confiables”. El novelista A.S. Byatt redactó una pequeña lista de palabras que ella creía que no debían haber aparecido en mi traducción de la última novela de Joseph Roth, The Emperor’s Tomb (publicada por primera vez en 1938): “a ways”[10], “gussied up”, “sprog”, “sharp cookie”, “gobsmacked”, y (más bien despiadadamente, pensé), “pinkie. La acción del libro se extiende a lo largo de la Segunda Guerra Mundial; sólo el primero de los términos de Byatt viene de “antes”, los otros son todos “posteriores al diluvio”, lo cual creo importa. Cuatro veces me encogí de hombros. Incliné la cabeza un poco hacia “sharp cookie”[11] —si el inglés hubiera ofrecido “sharp biscuit”, de hecho podría haber usado eso— pero el único que me hizo protestar fue “gobsmacked”[12], que es un vulgarismo inexistente en mi repertorio en el discurso, sin importar los libros, o eso pensaba yo. Cuando lo busqué en Roth, vi que era ocupado por un personaje llamado von Stettenheim, un estafador —von man—- que es descrito como un “vulgar prusiano”. Incluso eso, entonces —ocupando una palabra que no uso— no me parece errado.

Creo que todos estos tienen en común una impaciencia neurótica con la idea, incluso, de que haya un traductor. En sus autos, como ellos los conciben, no hay sino un volante y un autor está tras de él (de hecho hay mandos dobles). A veces, tales lectores y críticos, quizás a pesar de sí mismos, leen una traducción, pero con un borde de aprensión, casi ya bajo protesta o bajo aviso. Su paleta de expectativas es puramente negativa: imposible imaginar a tales personas divertidas, golpeadas, impresionadas o sorprendidas por una traducción. (“¡¿Traducción?!” parece que escucho, casi como el “¡¿un bolso de mano?!” de Lady Bracknell) Más bien, qué mal si la traducción debe llegar a mostrarse, a obstruir. Sólo hay desgracia por venir. Su ira será terrible de contemplar. Una traducción sólo es posible —sólo es soportable, se cree— siempre y cuando siga siendo mansa, cómoda, predecible, un poco pasada de moda. Deberá llevar su insuficiencia bajo la manga. Mientras que, para mí, el acomodarse sobre algo profesionalmente decepcionante, necesariamente condenado y perennemente medio vacío sería un desperdicio de mi vida (que, quién sabe, tal vez he perdido). Sí, es imposible, pero ahí es donde entramos, fue la caída de la Torre de Babel la que nos dio nuestro plan. Simplemente porque soy el traductor de un libro, no me parece que descarte la finura, el placer, la iniciativa o inclusive la provocación. Hans Magnus Enzensberger —quien ha dedicado uno de sus libros a los traductores, a los “nobles coolies” de la poesía (¡y qué extraña y maravillosa colisión de palabras es “nobles coolies”!)— aún piensa que deberíamos divertirnos. ¿O siempre tiene que ser como en Pope, “y diez palabras bajas se deslizan por una línea aburrida”?

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Algo sencillo en el método. Solía ocurrirme que escribía un borrador a mano, generalmente por la noche; entonces al día siguiente buscaba palabras (irritantemente, casi siempre eran palabras que ya conocía, pero en ese entonces sentía que todavía necesitaba la corroboración: las personas que no revisan las cosas suelen ser aquellas que no las saben) y escriba lo que tenía; por la tarde iba a nadar y por la noche esbozaba —o destrozaba— las siguientes páginas. Cuando llegaba al final de un manuscrito, hacía una fotocopia grande (A3) de la misma y la garabateaba, trabajando sólo —o casi— con la versión en inglés. El procesador de textos ha simplificado y fusionado en gran medida estas etapas. Lo que persiste es que busco tener una suerte de borrador lo más pronto posible, alejar al alemán y revisarlo, infinitamente. Diez veces, veinte veces —más. Puedo hacer que alguien escuche, me gusta leer un libro en voz alta. Vuelvo a leer viejas traducciones mías mucho después de que hayan aparecido, mucho después de que hayan desaparecido de nuevo. Puedo ver que es posible que un original se aleje de mí, pero pienso que en general eso no sucede: todos mis instintos —incluso trabajando a máxima velocidad— son precisos y leales. Sé que en esta pieza he vivido en la diferencia y el juego y la irresponsabilidad, pero soy, abrumadoramente, un trabajador cuidadoso y obediente. Además, hay un beneficio al trabajar con y desde el inglés, el cual es que una traducción no se involucra en una especie de “tira y afloja” lingüístico. No hay lucha por nacer, solo una separación bastante rápida y limpia, y el inglés comprende que está por su propia cuenta, como debe ser. (Es evidente, pero necesito remarcarlo: traduzco para personas sin noción alguna del alemán, en lugar de para aquellos que tienen la dudosa buena fortuna de saberlo.) Cuando he traducido poesía, lo cual me ha pasado en los últimos diez años más o menos, la presencia o la amenaza de un texto paralelo ha prolongado las negociaciones con el alemán; no estoy seguro de que siempre haya sido en beneficio de la traducción, pero es evidente que está obligado a suceder de esa manera. Una traducción de poesía puede parecer el cadáver de un insecto atrapado en una telaraña, un paquete excesivamente celado, sujeto por mil hilos a la cosa que esperará a que muera y luego lo devore: no es un sentimiento cómodo, y tampoco es recomendable.

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Con el tiempo, he llegado a ser más seguro de mí mismo, y más considerado conmigo mismo. No estoy seguro de que ninguna de estas dos cosas sea algo bueno, pero de nuevo, es probable que ambas sucedan. A lo largo de sus carreras, un médico, un corredor de bolsa o un piloto aviador tendrá una reflexión parecida. En parte es una experiencia generalizada, en parte una larga asociación con autores y épocas particulares —los veintes y treintas; Stamm, Roth, Fallada, mi padre— pero da lugar a una sensación de “así es cómo hago las cosas” e inclusive “así es como quiero que las cosas salgan y tú debes estar satisfecho con eso.” No hay nada tan agotador como defenderse a uno mismo, pero puedo hacerlo cuando hace falta. Yo defiendo mi sensación por las palabras contra casi la de cualquier otro, sé que poseo cierta impaciencia —no me gusta que me fastidien— y también hay algo de impetuoso e impredecible en mí. Eso es lo que obtienes. No quisiera que parezca una suerte de dispensación caracterológica generalizada, pero creo que para mí, probablemente está bien.

[1] En el original “sharp bisquit”, forma coloquial que refiere inteligencia o malicia y en la cual nos detenemos más adelante. (Nota del Traductor, de aquí en adelante N. de. T.)

[2] En el original, el autor propone una serie de variantes entre el inglés británico y el inglés norteamericano; para ser ejemplificativo he ocupado un caso análogo que sería el uso de distintas palabras para el español de Hispanoamérica y el español peninsular (N. del T.)

[3] En el original, en español. (N. del T.)

[4] Forma del inglés de Escocia usada para “cartero” (N. del T.)

[5] Forma del inglés de Escocia usada para “pequeño” (N. del T.)

[6] Forma del inglés de Escocia usada para “errado” o “incorrecto” (N. del T.)

[7] Forma del inglés de Escocia usada para designar a aquel que llega primero a algún lugar o evento, aunque también de manera generalizada para referirse a ser un amateur o principiante en alguna disciplina (N. del T.)

[8] Forma coloquial del inglés británico para referirse a una caminata en un lugar placentero. (N. del T.)

[9] En el original en francés (N. del T.)

[10] Éste y los siguientes términos se conservan en inglés puesto que en el original intentan demostrar la presencia de términos poco familiares al inglés hablado de manera contemporáneo cuya presencia en la obra de Roth genera un énfasis en su dinámica pragmática. (N. del T.)

[11] La expresión “sharp cookie”, o en el caso del presente texto la modalización hacia el inglés británico “sharp biscuit”, es una expresión coloquial usada desde los años 40 en el ambiente anglófono, la cual se refiere como un descriptivo de alguien que tiene cierta inteligencia práctica, sobre todo para aquel que no es engañado fácilmente. (N. del T.)

[12] Forma coloquial de decir “atónito” o “perplejo” (N. del T.)

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