Cuento mexicano actual: Leonel P. Mosqueda

Presentamos un cuento de Leonel P. Mosqueda (Michoacán, 1979) Miembro fundador del Grupo Cultural la Iguana. Ha colaborado en las revistas Fanátika, México Kafkiano, La trinchera, Letralia y Efecto Pigmalión. Concluyó en 2013 el Diplomado en Creación Literaria del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). En 2014, con el apoyo del FOCAEM, concluyó la redacción de su primer libro de relatos El Infierno Vació. Finalista del XI Concurso Internacional de Cuento Ciudad de Pupiales (2016), su trabajo se encuentra diseminado en las antologías: Rumor de Fuego Latiendo en la Piel (Linajes Editores, 2005), El Amor: me asusta pero me gusta (Amarillo Editores 2005) Moebius (Amarillo Editores 2006) Psicopatología del Verso (Macondo Editores 2014), Los Muertos No Cuentan Cuentos (Fondo Editorial del Estado de México —FOEM— 2015).

 

 

 

Historia de la pera simbolista

 

Uno puede tropezar con las palabras, y vaya que se tropieza fuerte a veces. Hoy, por ejemplo, tropecé con la palabra simbólico. El obstáculo aparece así, de la nada, en diferentes modelos: Símbolo, simbolismo, simbolístico… incluso ayer escuché a un locutor de jazz discurrir sobre «… ese gran solo de Thelonious Monk, tan simbologizante…» así lo dijo, y me dolió escucharlo, como si el jazz hubiera sido atacado por una enfermedad incurable.

No me gustan los simbolismos. Creo que estar aquí, es decir, estar como un acto de ser, es decir, esta sensación de existir, quiero decir, todo este asunto de estar vivo —requiero decir—, me parece ya un poco imposible de simbolizar.

Reconozco mi incapacidad para emitir un juicio ecuánime sobre lo simbólico. De hecho, dudo que sea posible ¿cómo podría ser posible? cualquier interpretación simbólica sólo se suma a las infinitas interpretaciones que pululan en la atmósfera crítica, y la crítica –lo sabemos– es la física cuántica del verbo; y yo siempre sospecho que mi interpretación es la más equivocada.

Pienso todo esto mientras hojeo una vieja revista de arte. En la página central hay un artículo sobre un pintor simbolista y su controvertida obra La Pera.

Es una historia interesante:

El famoso pintor simbolista, cansado de ser simbolista, decidió pintar una pera. La pintó sobre un lienzo regular, de textura esponjosa y un verde tan claro y tan de pera, que se antojaba morderla.

Cuando La Pera se presentó, los críticos –acostumbrados al estilo simbólico del pintor– se apabullaron; se miraban entre ellos levantando al extremo sus cejas rubicundas, bebían Padre Kino en vasitos de plástico rojo, picoteando cubitos de queso, sumidos en una completa inopia. No entendían por qué una autoridad del simbolismo había pintado una pera tan real y deliciosa. Decidieron aplicar el protocolo de emergencia: Acicalar su barba hirsuta, atacar con mayor ímpetu los cubitos de queso y el Padre Kino, levantar el índice juzgador para celebrar el hallazgo simbolista, y ocultar así su exégeta ignorancia.

Cuando un periodista se acercó al crítico de mayor autoridad, éste aseguró que el cuadro reflejaba sin duda un acto emancipatorio «obviamente simbólico» de las relaciones histórico-político-sociales de la mujer a partir de la psicomorfografía implícita en la obra. La elevada respuesta animó a otros críticos: algunos vieron en La Pera un imbricado anagrama, un prolegómeno del arte bucólico. Un crítico rioplatense advirtió –convencido– que al sincretizar la biblia de los eusqueras septentrionales con el castellano bárbaro, se obtenía un extraño versículo que expresaba, en el más heurístico de los sentidos «pero simbólicamente, claro», que la fruta prohibida de la biblia era una pera.

Otros  simplemente vieron a Dios.

A partir de las primeras declaraciones de la prensa, los críticos más arriesgados redactaron un ensayo que sostenía que La Pera exudaba –con delicados entimemas– digresiones en torno al poder y la sexualidad impuestos por Foucault en los setenta. El ensayo se publicó en la revista Le Simbolik, con una foto del calvo pensador en la portada, vestido de verde y con la cabeza en forma de pera.

Pero regresemos a la inauguración.

Entre las rondas de queso y vino y risitas de sobremesa, uno de los periodistas hizo algo que a nadie –ni siquiera al crítico más sesudo– se le había ocurrido hacer desde un principio: preguntar al pintor por el significado de La Pera.

Como si alguien pusiera pausa a esta realidad que estamos narrando, una pausa que afectara a todos los presente exceptuando al pintor, éste dijo:

«Pinté una pera porque tenía antojo de una pera»

Y como si aquella respuesta fuese el botón de reproducir de esta realidad que estamos narrando, los críticos rechazaron de facto esa declaración tan sin chiste, sin sabor y sin sentido. Sabían que el pintor escondía en su lacónica respuesta un subjetivísimo simbolismo de primera nota. Para sustentar sus dichos, acudieron a fuertes autoridades de la psicolingüística, que aceptaron de inmediato el reto –que nadie les pidió aceptar– para descifrar el símbolo oculto en la frase «Pinté una pera porque tenía antojó de una pera».

Los sesudos psicolingüistas, discípulos de Sassure y Trubeskoy, determinaron que la reiteración de la palabra “pera” en la respuesta del pintor era la afirmación preconciente de que una de las múltiples interpretaciones de los críticos era correcta.

Entusiasmados con la idea, pero carentes de premisa, críticos y periodistas presionaron al pintor para que diera otra respuesta. El pintor volvió a decir, con más laconía que antes.

«Pinté una pera porque quería comer una pera».

Los críticos descubrieron que el pintor había cambiado sustancialmente su respuesta: en esta ocasión ya no dijo tener «antojo de una pera» sino que «quería comer una pera» es decir, había pasado del antojo (sensación – sospecha – volición) a un querer comer una pera, como cosa sustancial harto objetiva.

Los psicolingüistas confirmaron las sospechas de los críticos, y los críticos se sintieron cada vez más cerca de la verdad –como siempre se han sentido–; pero sospechando que dicha verdad no saldría de la boca del pintor, quien además  de ser una autoridad de la plástica, destacaba por su erudición en la materia.

La carrera por descifrar La Pera (convertida ya en la obra más peculiar del artista) agudizó la enemistad entre los críticos –como siempre se ha agudizado–, embraveciendo las pugnas, la difamación, el escarnio; la burla y la estulticia. Las críticas entre críticos se volvieron carniceras y disímbolas –como siempre han sido–, y el temor no era infundado; sabían que, en cuanto el pintor reconociera la interpretación de alguno de ellos, el resto de los críticos quedaría hecho un atado de imbéciles –como siempre han quedado–.

En fin, que uno de los críticos tomó ventaja. Atendiendo a la máxima: “nunca hagas bien algo que en principio no es necesario hacer” este crítico abandonó toda esperanza de trabajar en su propia interpretación de La Pera, y dedicó sus jornadas y desvelos a recabar, en silencio, la información más nutritiva de sus colegas. Pero ¿cómo hacer para que sus colegas le revelen el resultado de sus investigaciones? Fue sencillo: sabemos que ningún crítico se resiste a la estrategia milenaria del maestro Sun «Cuando fuerte muéstrate débil, cuando valiente, temeroso; cuando pleno, vacío; cuando sabio, tonto;…» y en efecto, nuestro malicioso crítico-sanguijuela se mostró débil, temeroso, vacío y tonto en sus interpretaciones. Ataviado con un legajo de notas mediocres y mal redactadas, visitó a los otros críticos, pidiendo –rogando– su opinión, alegando que sus críticas eran mucho más asertivas. Obviamente los críticos no vieron en el crítico-sanguijuela amenaza alguna, y se entregaron redonditos a la estrategia, soltando a generosidad el resultado de sus largas noches de investigación. Incluso, corrigiendo los falsos textos mediocres de nuestro crítico, que de inmediato procesó datos y descubrimientos de manera que cada argumento ajeno pareciera de su autoría. Luego se encerró durante meses a trabajar en su libro de interpretaciones periles. Los colegas pensaron que, dada la pobreza de sus ensayos, había renunciado al Proyecto Pera, y sintieron un poco de lástima mezclada con una socarrona alegría. Días después sintieron rabia, una rabia vitriólica cuando recibieron una invitación del crítico-sanguijuela para asistir a la presentación de su libro Claves de la Pera.

Todos los críticos acudieron por su ejemplar, sólo para comprobar que el texto era un pastiche inaudito: ninguna de las interpretaciones del libro era original. Pero ya nada podían hacer, porque el crítico-sanguijuela, autor de Claves de la Pera, se auto prologó bajo un sesudo argumento titulado La Intertextualidad Simbologizante, donde advertía que el trabajo no era en sí un ejercicio de creación per se, sino un experimento que atendía a las nuevas disposiciones hipertextuales de las cuales «ya dijera el poeta anónimo: el autor toma lo suyo donde lo encuentra».

El libro se volvió un bestseller nacional y estuvo semanas compartiendo estantería con otros títulos que buscaban descifrar el código de un pintor marginal y casi anónimo que habría nacido en la campiña de Vincy.

Enfurecidos hasta la locura, los críticos engañados fueron hasta el domicilio del pintor, ansiosos por saber qué opinaba del libro Claves de la Pera.

El pintor dijo.

«No lo sé, no lo he leído».

Los críticos no le creyeron, sabían que de nuevo estaba haciendo uso de su autoridad simbolista. Determinaron que su respuesta al contener dos negaciones («NO lo sé, NO lo he leído») podría esconderse en esa doble negativa una afirmación. Elevaron la respuesta a su forma algebraica, la subatomizaron y la desvectorizaron hasta concluir que dos NO se pueden eliminar, y también que dos NO, en tanto signo negativo, podía darles un SI.

Los críticos optaron por la multiplicación algebraica (sólo Dios sabe bajo qué extraño teorema), y obtuvieron finalmente un SI redondo.

Contentos por estas resoluciones, asumieron que el pintor Sí  había leído el libro y que Sí había usado las dos negativas para rechazar las interpretaciones del crítico-sanguijuela, que ya se había autoproclamado autoridad oficial en la interpretación de La Pera.

La No-Respuesta del pintor ahorraba mucho trabajo a los críticos; ahora sólo tenían que leer el libro a profundidad, utilizar como matrices de operación el proceso histórico-artístico del pintor, generar un mapa de interpretación holística para determinar qué páginas del libro le habían gustado al pintor, y cuáles no.

Los críticos abandonaron la casa del pintor y de inmediato se  reunieron en el café local, cada quien con su ejemplar de Claves de la Pera bajo el sobaco, y comenzaron a urdir la estrategia: encerrarse en sus buhardillas para trazar un mapa de interpretaciones periles, pactando entre ellos que el crítico que descubriera el quid del asunto informaría al resto del gremio (un pacto inútil, si tomamos en cuenta que la traición es la debilidad de todos los críticos).

Pasaron los meses, pasó de moda el tema de La Pera, pasó una nube gorda y oscura sobre el estudio del pintor, que había despertado de buen humor y con un poco de hambre. Se levantó despacio para no despertar a la joven que dormitaba a su lado, se vistió y preparó café, miró por la ventana. La nube gorda y oscura se mantenía colgada del cielo, impasible, incólume. Cerca del lavador de pinceles había un frutero bien provisto. El olor de la fruta excitaba su imaginación. Luego pensó en la vida, en lo maravilloso que había sido el sexo de la noche anterior con una joven que podría ser su nieta. Se preguntó qué extraño mecanismo producía la felicidad.

Tomó un pincel y acercó la nariz al frutero: pintaría una guayaba.

 

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